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La pasión del infierno: entrevista con Félix Grande[1]

Mariana Bernárdez

A más de una década de haber llevado a cabo esta entrevista, debo confesar que es una de las más queridas, acababa de morir Luis Rosales, amigo cercano de Félix Grande y en medio de tal marasmo tuvo la generosidad de darme tiempo, oír mis preguntas, y hablar desde adentro. La entrevista se llevó acabo un sábado en la mañana, en el centro de la ciudad de México, hacía frío, y lo recuerdo porque al salir llovía un poco y yo estaba conmovida, y entendí ése sentimiento, conmoverse es moverse con el otro, nunca más he vuelto a verlo, pero tengo por cierto que esta charla que comparto con el lector habrá de cobijarme a lo largo de la vida.

Hace un par de años cayó en mis manos un libro: Biografía de Félix Grande. Tras su lectura, me confesé incapaz de hacer cualquier tipo de análisis o reseña. Si hubo algo que me impresionó fue la valentía del yo poético, el tono confesional y la desnudez en la expresión. Sé que tratar de hacerlo, incluso hoy, es imposible. El texto que se presenta a continuación es una plática donde este poeta describe algunos de los sonidos negros en su poesía.

Hablemos de poesía

Desde que empecé a escribir, primero sin darme cuenta y más tarde de un modo consciente, tuve con las palabras una relación de gratitud desde lo más íntimo de las llagas de mi conciencia. Nací en el centro de la Guerra Civil Española. Nací como todos los seres humanos: llorando. Si no hubiese sentido desde la infancia el terror, si no hubiese conservado ese desconsuelo durante toda mi adolescencia, posiblemente mi oficio habría sido otro.

Soy un hombre apocalíptico porque mi infancia fue apocalíptica. En el momento en que mi madre me tenía en su vientre había comenzado la Guerra Civil y me alimentaba con terror. Después de nacer, en sus brazos, me alimentaba con su leche y con el terror de su conciencia. Nunca supe por qué no enloqueció. En las cosas que me contó, hay mucha sangre, aquello que vivió en los años de la Guerra parece suficiente como para que una criatura enloquezca. Mi madre no enloqueció, pero se quedó al borde.

Ese apocalipsis que llevó a mi madre al borde de la enajenación es parte de mi patrimonio psicológico. Durante mucho tiempo soñaba con descargarme de esa presión, de esos demonios, hasta que me di cuenta de que el oficio más necesario de mi vida era integrar, con toda la humildad posible, esos primeros alimentos psicológicos, y aprender a vivir con ellos. Ahora sé que si alguna vez pudiera, con un cuchillo o con una navaja, cortar en mi vida la parte que todavía hace muecas desde mi infancia, me quedaría sin identidad y quizá me convertiría en un ser absolutamente trivial. Ello no quiere decir que considere que es lo mejor tener esos horrores al principio de la vida; sólo que quien los tiene, los tiene para siempre. Eso es la fatalidad y por eso me gusta tanto la obra de García Lorca, porque es el poeta de la fatalidad.

Comencé a escribir para no enloquecer, para no volverme rencoroso, para intentar encontrar la pomada de la fraternidad que tanto necesitaba desde la angustia. Conforme iba siendo o tratando de ser más fuerte, sin poder abandonar nunca a mis llagas y tal vez sin ni siquiera quererlo, me fui dando cuenta de que el lenguaje no puede tener únicamente una dimensión de terapia y de consolación.

El lenguaje, concretamente el idioma español, tiene mil años. Es, a su vez, heredero de otras lenguas milenarias y es algo que nos va a sobrevivir ilimitadamente. Nuestra relación con la lengua es apenas un suspiro, y nosotros, las criaturas hablantes, no somos más que un accidente en esa historia magnífica.

Cuando empecé a darme cuenta de eso, de eso que tan bien y claramente expresa Luis Rosales en la frase: "el lenguaje nace, como las emociones en la fuente remota del sentir colectivo", supe que es lo más rico y lo más solemne de nuestra herencia como seres humanos. Todo cuanto podemos hacer como escritores es tratar de merecer esa herencia tratándola con respeto y sabiendo que es infinitamente mayor que nosotros. Esta respuesta, con ser cierta, es teórica, tiene la dimensión de abstracción de todas las teorías.

En realidad, para mí la relación con las palabras sigue siendo la misma que cuando empecé a escribir: una tabla en el océano que permite no ahogarme y que consiente el que no se me llene la boca de agua y me mate. Supongo que mucha gente considerará que ello es una manera cobarde de ejercer el verdadero oficio de ser poeta. Si no me hubiera encontrado con las palabras en su dimensión más profunda, más fraternal, más misteriosa, casi diríamos en su dimensión más sagrada, es posible que me hubiera destruido.

Lo sagrado habita en lo profundo de la palabra, como una religación con la naturaleza y el universo. En alguna página de un libro mío he escrito: "yo no he llamado patria más que a ti y al lenguaje." He llamado patria a ese cuerpo desnudo de mujer. No sé si alguna vez me he descuidado y he llamado patria a algo que no fuese la sensualidad y el lenguaje.

En cualquier caso, para mí, como para tantos otros escritores, la Patria es el Lenguaje. Pero es una Patria que, por un lado, consiente la capacidad de comunicación, la posibilidad de conocimiento, de fraternidad. Por otro, simultáneamente alude a la fatalidad de la materia de la cual está compuesto el cosmos, en el que somos un granito, y sobre todo alude a las enigmáticas leyes de la materia. Aún desde el agnosticismo habría que ser arrogantemente racionalista para no darse cuenta de que las leyes por las que se organiza la materia nos llevan, por lo menos, al misterio. A otros, afortunadamente, los lleva a Dios.

Aquellos de nosotros que hemos perdido, generalmente en la adolescencia, la facultad de hablar emocionalmente con el representante de lo sagrado: Dios o los dioses, no podemos ignorar que a las leyes de la materia, y en general del universo, no las puede explicar, y mucho menos celebrar, la razón, que es menesterosa ante un acontecimiento tan tumultuosamente inmenso como ese.

Las palabras, que son seres tan aparentemente pequeñitos y frágiles, con las que cualquiera incluso puede mentir, que se dejan manipular por los embusteros, poseen una fuerza extraordinaria, misteriosa, con la cual, ese otro animalito tan frágil que somos los seres humanos, a veces somos capaces de serenarnos nombrando el mundo. Decía Cintio Vitier que "Un buen verso es una calidad súbita del mundo"; la frase es escalofriante. Un verso es algo que no existía antes de que unas palabras se agruparan de determinada manera. Cuando ya se han agrupado y existe ese buen verso, lo que ocurre no es que ha aparecido una nueva línea en una página, ni una nueva reflexión en un lector, ni una nueva emoción, sino que en el universo acaba de nacer una presencia que antes era una pura nostalgia. Las palabras y el cosmos son hermanos. O mejor: amantes.

La pasión y el infierno

Una de las cosas que se aprende en el ejercicio de la literatura y concretamente en la relación amorosa con las palabras es lo innoble que es mentir. No quiero hacerlo.

La obra de Guillén y de Salinas fueron las menos prohibidas de toda la poesía de la diáspora; los leí pronto. En cuanto a Guillén, nunca conseguí que fuera uno de mis ejemplos, fundamentalmente porque logra crear toda una poética alrededor de la felicidad y yo no puedo pasar por esa puerta. No digo que no exista ese palacio, sino que nunca he podido pasar a ningún palacio por la puerta de la plenitud y la felicidad. Por eso Guillén siempre ha estado lejos de mí, o yo, de su serenidad y de su alegría.

En cuanto a Salinas, que es un poeta muy vario, uno de los poemarios más leídos en mi época, como ahora, es su libro amoroso La voz a ti debida. Siempre he tenido una experiencia muy distinta de la pasión amorosa, tengo la sensación de que también en la poesía amorosa de Salinas existe la plenitud y la felicidad. Nunca he conseguido hallar ahí el infierno. Por mi experiencia de la pasión amorosa, creo que hay dos elementos que no pueden faltar en un libro de poesía amorosa: el imperio de la sensualidad -y yo no veo la sensualidad de una manera imperiosa en la poesía de Salinas-, y la bajada al infierno.

El que me parece el primer poeta de esa generación, como artista, técnico, creador, como imaginación y como criatura capaz de entrar en el fondo de la fatalidad, es García Lorca. Después me demoraría con mucha admiración y piedad en la poesía de Luis Cernuda.

Después de ese festín que es la generación del 27, para los lectores de mi edad, en todo caso, para mí, el más grande poeta español de la siguiente generación es Luis Rosales. En su poesía se reúnen la imaginación, la alegría, la técnica, la capacidad de sorpresa, la calidad del verso, que habían sido algunas de las constantes de la generación del 27, pero con la inmersión en lo esencial de la temporalidad donde está abandonado el ser humano, que había sido una de las constantes de la generación del 98, concretamente en Machado y Unamuno. La mejor síntesis de la herencia de esas dos prodigiosas generaciones de poesía española está en la obra de Luis Rosales.

Para mí ha sido, hasta hace unas horas, el poeta vivo más importante en mi país, uno de los hombres más sabios en el sentido imperecedero de la palabra sabio y uno de los hombres más buenos en el buen sentido de la palabra, como diría Antonio Machado. El haber vivido durante años trabajando con él y durante muchos más frecuentando su obra, han sido pruebas de que, a pesar de que soy un hombre apocalíptico y desconsolado, soy un hombre de gran fortuna.

El color musical

La música es muy importante en mi vida. Decía Nietzsche que "sin la música la vida sería un error". Un mundo sin música y sin ritmo es inconcebible. La palabra ritmo nos sirve para mencionar algo que es profundamente misterioso. Ritmo tienen las órbitas de los astros para no chocar unos con otros y no convertir el cosmos en un caos, ritmo tienen los vientres de las mujeres embarazadas, ritmo tiene el arco de las catedrales, ritmo tienen los catorce versos del soneto, ritmo tiene un rostro cuando es feliz o desgraciado, la vida sin ritmo es inconcebible y por tanto también lo es sin música.

En mi caso, la presencia del ritmo y del color musical que puede haber en muchas páginas de mis libros se debe a que la poesía es rítmica, y a un hecho personal: soy un guitarrista flamenco fracasado. Toqué‚ la guitarra durante años y llegué a tocar no profesionalmente, pero si públicamente. Conocí a Paco de Lucía, nos hicimos amigos, me educó las manos y me dio algunos consejos para que mi técnica se enriqueciese rápidamente. Tuve entonces que dejar la guitarra porque necesitaba muchas horas sólo para mantener la técnica.

Durante un tiempo dudé entre ser escritor y ser guitarrista. Finalmente elegí, pero el abandono de la guitarra, y antes la frecuentación de la música, incluso a través del instrumento mismo, había sido algo siempre presente mientras escribía. Por eso me gusta trabajar con formas tradicionales, aunque también he escrito verso libre. Si me preguntan quiénes han sido los genios que me han influido, generalmente no me limito a mencionar a poetas como Vallejo o Antonio Machado, presentes en toda mi vida, sino que, además, cito a otros escritores como Cervantes y Dostoievsky. También suelo citar a músicos y suelo citar a dos: Juan Sebastián Bach, que tal vez sea el punto más alto en la cordillera musical de Occidente y Paco de Lucía. No quiero decir con ello que están al mismo nivel de igualdad creadora, sino que me conmueven de manera profunda. Una persona con gran cultura musical se echaría las manos a la cabeza por el hecho de que junte a estas dos criaturas en una misma respuesta, pero a mí me conmueven incluso en los mismos lugares de la conmoción.

Lo que hace que un guitarrista sea un flamenco es su instinto rítmico absoluto, una interiorización en el fondo de su propia sangre, de lo que llamamos el compás, y luego la acumulación de lo que llamamos, de una manera tanteante, un poco ciega, pero expresiva, los sonidos negros. Hay que tener una complicidad con la tragedia y con la desgracia en la música flamenca. Los "sonidos negros" nacen y viven en la fatalidad.

La separación amorosa

Uno de los versos más sigilosamente geniales de Luis Rosales dice: "Quizá no tenga historia la alegría"; es posible, quizá la alegría no tiene historia. La alegría pasa, se vive con plenitud y se borra. Los hombres felices acaban siendo infelices. No hay amores felices, hay plenitud que, cuando se termina, deja unos arañazos en la carne que son lo más parecido al infierno. La separación amorosa es el camino más instantáneo para conocer el sentimiento de la muerte. La locura es una tentativa y hasta a veces una manera de escapar. La capacidad de desamparo por un lado y, por otro, la evidencia de que somos finitos y casuales, se agudizan hasta situaciones casi insoportables, tras una separación. Afortunadamente todo tiene su plazo, su edad, y las separaciones amorosas tienen su proceso de maduración, lo que se llama en términos psicológicos el duelo. Cuando se cumple, uno regresa, reagrupa sus pedazos y continúa viviendo; algunos no, y se suicidan.

La experiencia de la separación es una de las más aterradoras y hasta magníficas. Puesto que no podemos ser felices durante todo el tiempo que vivimos, eso sería lo ideal, creo que vale la pena, antes de morir, conocer hasta qué punto nos hace falta alguien, hasta qué punto sin alguien podemos ser nada y hasta qué punto tenemos una sorprendente resistencia para soportar un increíble dolor. La separación amorosa da fe de que tenemos una extraordinaria fragilidad y una extraordinaria resistencia.

Quedamos callados, no había más que decir. Al salir a la calle de Juárez en el centro uno de sus versos se quedó conmigo y aún continúa resonando dentro de mí: "Pero no te traiciones:/ lo amado vuelve a amarse y vuelve a amar, y por eso/ con lenta fuerza se soporta la muerte".

[1]  Mariana Bernárdez. "La pasión del infierno: entrevista con Félix Grande ". Unomásuno. Suplemento\ Cultural. México. 29 de mayo de 1993. La entrevista se efectuó el 24 de octubre de 1992, Hotel Majestic.

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